El día en que perdí la razón

El día en que perdí la razón

A las 3.30, decidí que ya no haría más esfuerzos para dormir. Estaba muy entusiasmado como para perder el tiempo en la cama. Más tarde tenía que asistir a clases en el colegio, y siempre había querido dejar una buena impresión allí, en especial porque solo estaba en tercer año. ¿Qué importa si pierdo un poco de sueño? —pensé—. Después lo recuperaré.

 

Esa mañana, recibí una llamada del hogar de ancianos donde tocaba el piano. Querían que tocara alguna música elevadora para los residentes. Como no tenía clases hasta la tarde, accedí hacerlo.

 

Entré rápidamente por las puertas del hogar de ancianos.

—Dave, tienes que ir más lento –me dijo mi madre mientras trataba de alcanzarme—. Tu padre y yo hemos estado observándote durante las últimas semanas, y vemos que has andado demasiado rápido, casi fuera de control. Y recuerda, no has estado durmiendo bien.

—Pero mamá —le contesté, con un dejo de exasperación—. ¿Por qué te preocupas por mí todo el tiempo? Yo puedo cuidarme solo.

Ella me observó mientras ingresábamos a la sala de reuniones del hogar de ancianos.

La directora de actividades nos dio la bienvenida.

—Nos alegra tanto que hayan venido; la música realmente alegrará a los residentes.

—Sí, les gustará —repliqué en forma displicente—. Siempre lo hacen.

—¿Te gustaría ejecutar el himno nacional? —siguió diciendo después de una pausa.

—Seguro, es bien fácil tocarlo —repliqué.

Escribí algunos acordes en una libreta. Tengo un oído perfecto; no necesito repasar esto primero, pensé.

Observé a la audiencia y comencé a tocar. Los residentes se me unieron en las primeras palabras del himno nacional.

Ja, están fuera de tono.

Allí mismo me di cuenta de que había tocado algunas notas equivocadas en el acompañamiento. Me detuve, regresé unos compases y los toqué de nuevo. Entonces noté que los residentes no podían seguirme.

Están fuera de tono, y no pueden seguirme. Bueno, lo siento, de todas maneras esta pieza es aburrida. Voy a agregarle algunos acordes.

 

Comencé entonces a improvisar y a tocar acordes de armonías muy extrañas. Todos dejaron de cantar; algunos ancianos se retiraron de la sala. De reojo pude ver que mi madre se disculpaba con la directora de actividades, pero hice caso omiso y seguí tocando.

¿Qué le pasa hoy a todo el mundo?

El resto del día se pasó en forma borrosa. Mis clases fueron intensas. Me fue mal en una evaluación. Me perdí el autobús y llegué a casa varias horas tarde. Parecía ser como si hubiera estado en un video que estaba adelantando la cinta, pero la cinta nunca llegaba a su fin.

Finalmente, me retire a mi habitación a las 23.00. Dejé caer mis libros, y me tiré en la cama, esperando que me llegara el sueño. Pero no podía dormir. Mi cuerpo estaba exhausto, pero mi mente no lo dejaba descansar.

Me pensaba levantar temprano por la mañana y comenzar a escribir un trabajo. Tal vez, me dije, escriba dos y entregue el que me salga mejor. El tema podría ser el insomnio crónico y cómo prevenirlo. Creo que sufro de eso. ¿Por qué no puedo dormir?

Me saqué de encima las mantas y tomé mi cuaderno. Si no puedo dormir, mejor me dedico a escribir.

Iba volcando las palabras en la página a un ritmo furioso. Escribí ideas sueltas para trabajos diversos, letras de canciones, cartas a viejos amigos y poemas. Cuando más rápido escribía, más ideas fluían a mi cabeza.

Eran las 3.30 cuando traté una vez más de dormir. Observé el ventilador de techo de mi habitación durante toda una hora, mientras mi mente también daba vueltas. ¿Y qué pasa si no duermo absolutamente nada? ¿Podré quedarme despierto mañana en clases? —pensé—. Solo me quedan cuatro horas antes de que llegue la mañana.

 

Comencé a temblar. No podía interrumpir el torrente de preguntas que se agolpaban en mi mente. ¿Qué es lo que me pasa?

 

Estaba preocupado.

 

El miedo me envolvió, quitándome el aire de los pulmones. Sentí escalofríos en todo el cuerpo. Las lágrimas silenciosas me quemaban las mejillas. Escuché una voz que decía incoherencias sin parar, y entonces me di cuenta de que era la mía, que maldecía y oraba con el mismo aliento.

Mis padres entraron apresurados a mi habitación, y me tomé con firmeza de mi padre mientras le gritaba: “¡Quiero que me des un exorcismo ahora mismo!

Él sacudió la cabeza y con ternura me depositó nuevamente en la cama.

“Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Corintios 12:9).*

Mientras mi papá y mi mamá leían de la Biblia, comencé a respirar más pausadamente. Sus voces, que leían de la Palabra de Dios, me confortaron. Mi pesadilla llegó a su fin, y finalmente pude conciliar el sueño.

Diagnóstico sorpresivo

En las semanas siguientes, los médicos me diagnosticaron con trastorno bipolar, también conocido como psicosis maníaco-depresiva. Eso significa que mi cerebro tenía un desequilibrio químico que me hacía alternar entre una depresión profunda y la manía irracional.

El doctor me dijo: “Si tomas la medicación correcta, el problema puede controlarse”. Pero entonces tuve que esperar dos semanas para ver un a un psiquiatra que me pudiera medicar. En esas dos semanas sentí como me acosaban ambos extremos del trastorno.

Durante unos días, la depresión me tuvo tirado por completo, sacándome todo el gozo que debería sentir normalmente en la vida. Sentía que no quería hacer nada más que estar en la cama y aguardar que el día llegara a su fin.

Tanto pronto como me regresó la energía, pensé que podía funcionar con normalidad. Pero mis tendencias maníacas me impulsaban a moverme y pensar cada vez con mayor rapidez. Así fue que finalmente, mi cuerpo y mente comenzaron a andar con tanta rapidez que terminé cayendo en una nueva depresión.

Mientras aguardaba las dos semanas, aprendí más sobre el trastorno bipolar. Lo que más me frustraba es que no podía controlarme por mi cuenta. Sentía como si estaba atrapado en un puente de hielo que poco a poco se iba derritiendo. Podía ver debajo de mí una abismo de locura y, me moviera o no, sentía que estaba por caerme allí. Al observar los charcos que se formaban alrededor de mis pies, solo tenía una pregunta: ¿Por qué Dios había permitido que me sucediera esto?

Aun después de que comencé a tomar la medicación correcta y sentí que podía pensar una vez más con claridad, me seguía cuestionando por qué Dios me había hecho pasar por todo esto. Yo había cambiado. Cuando estaba maníaco, decía y hacía muchas cosas que después lamentaba. Causé mucho dolor a mi familia, y era difícil que mis amigos comprendieran por qué estaba actuando en forma tan extraña.

Dado no podía evitar los estados de manía o depresión, comencé a cuestionar aún más a Dios. ¿Cuál es el propósito de todo esto? ¿Qué es lo que estás tratando de enseñarme?

Esas preguntas me dieron vuelta una y otra vez durante los siguientes dos años.

La respuesta

Con el tiempo, mi vida regresó a la normalidad. Había días que hasta me olvidaba de que sufría el trastorno bipolar. Entonces, un día, mientras leía la Biblia oraba pidiendo sabiduría, me encontré con Proverbios 3:5: “Confía en Jehová con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia”. Había escuchado esa frase cien veces, pero ese día Dios me dijo: “¡Escucha: te estoy hablando específicamente a ti!”

¿Apoyándome en mi propia prudencia? Toda mi vida me había jactado de mi inteligencia y mi capacidad. Había avanzado más rápido en el colegio. Había participado de campamentos académicos de verano. Había tomado dos veces el examen estándar SAT para mejorar mis promedios. Hasta había tomado clases de nivel superior mientras estaba en la escuela secundaria. A pesar de la advertencia divina contra el orgullo, había permitido que todo lo que hacía se me subiera literalmente a la cabeza.

Así fue que Dios me hizo más humilde. Permitió que la enfermedad mental siguiera su curso, quitándome las capacidades que más orgullo me producían. Me enseñó que no debía apoyarme en mi propia mente para avanzar en la vida, porque no siempre podría resolver todos los problemas. Por el contrario, debía seguir su consejo: “Reconócelo en todos tus caminos, y él hará derechas tus veredas” (Proverbios 3:6).

Fue una lección muy difícil, pero me consuela saber que Dios nos guía a lo largo de la vida. Él nos promete enviar el Espíritu Santo para enseñarnos y aun recordarnos lo que Dios ha dicho (Juan 14:26). Y no importa lo que suceda en nuestra vida, nada —ni siquiera la enfermedad mental—  nos separará de su amor (Romanos 8:38, 39).

Así es que, aunque aún tengo que luchar con el trastorno bipolar, puedo consolarme en la promesa divina de que él me mantendrá en el camino al cielo para que pueda vivir con el Señor para siempre.

 

* David Stone es un pseudónimo.

Este artículo apareció originalmente en la revista Insight de Septiembre 2012.

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