Si usted lo viera en un tren, seguramente procuraría evitarlo. Un hombre de cabeza rapada, los nudillos tatuados y la mirada intensa. El asiento a su lado, siempre vacío. Pero si usted se atreviera a sentarse a su lado, podría escuchar una historia maravillosa, una historia de desafíos, del valor y la redención de un hombre que sin vergüenza alguna está enamorado de su Salvador.
Usted se sorprendería al saber que ayuda a las ancianitas y las lleva a la iglesia, y que va por el vecindario reparando los automóviles de los vecinos para mostrarles que se interesa en ellos. Prepara y empaca todos los equipos de su iglesia, porque disfruta de “trabajar para el Señor”. Y está listo para compartir su historia con todo aquel que esté dispuesto a escucharla.
“Fue el Espíritu Santo quien me convenció de abandonar mi escondite —dice—. Satanás me tuvo en un hoyo durante años, pero alabado sea Dios, porque me abrí y comencé a ser real con otras personas y también respecto de mis sentimientos”.
No obstante, antes de que el Espíritu Santo lo convenciera, Jay Fa’alogo pasó años condenado por la ley.
Jay nació en Nueva Zelandia en 1974. Sus padres se separaron poco después de su nacimiento. Su madre sufrió un colapso nervioso, por lo que Jay y su hermano Ray fueron criados por su abuela hasta que, cuando tenía unos 5 años, con su hermano fueron enviados a Australia a vivir con un conocido de la familia, con la idea de estudiar y buscar una vida mejor. Pero por el contrario, terminaron en una casa de tres dormitorios donde se alojaban hasta treinta isleños llevados para trabajar para la mujer que los albergaba.
“Dejé de ir al colegio a los 15 años, y comencé a deambular por allí. Me dedicaba a robar automóviles y entrar a robar en las tiendas.
”Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para llenar el gran vacío que sentía como joven”. Entonces Jay hace una pausa.
El vacío. Un vacío oscuro, profundo e insaciable lo estaba carcomiendo. Comenzó con un niño solitario que anhelaba tener una familia, alguien a quien pertenecer. A eso se le sumaron los castigos y el abuso sexual de su tutora.
“Por cualquier cosa nos azotaba con un cable alargador”.
No es de asombrar que terminara en el sistema judicial de menores. “Mi padre y mi madrastra nos vinieron a buscar. Nos sacaron de allí y regresamos a Samoa”. Pero era un poco tarde para Jay.
“No sentía amor por ellos porque había pasado mucho tiempo. En realidad no los conocía, por lo que me enviaron a Estados Unidos con el hermano de mi madrastra. Mi plan era unirme al ejército”.
Otro nuevo comienzo en otro continente, pero el vacío siguió acompañándolo. A los 17 años, Jay comenzó a trabajar.
“Gracias al trabajo me hice de algunos amigos, y allí me preguntaron si quería ser ‘bendecido’”. Como no conocía la jerga de la calle, Jay no estaba seguro de qué querían decirle. “Me dijeron: ‘Tienes que ser parte de la familia’. Eso me interesó mucho. Había crecido sin familia, y sentía que esta era mi oportunidad de tener una. Nos volvimos muy unidos”.
La nueva familia de Jay era una pandilla, y Jay se convirtió en miembro activo y soldado de la pandilla, vendiendo drogas y recibiendo los pedidos. Comenzó también a usarlas copiosamente.
A pesar de todo, la pandilla era como una familia: pondría su cuerpo para protegerlos, y sabía que ellos también lo harían por él.
“La vida era difícil, pero estaba procurando alcanzar el sueño americano de tener dinero, buena apariencia, conducir buenos automóviles y tener poder para que nadie pueda meterse contigo o hacerte algo. Quería alcanzar ese estado”.
Sin embargo, nunca era suficiente. Siguió persiguiendo más y más cosas hasta que finalmente, lo alcanzó el brazo de la ley. Cierto día, su casa fue allanada a las 4.00, y fue arrojado en la penitenciaría federal por fraude inmigratorio.
“Allí adentro era difícil, y el tiempo parecía no pasar nunca. Es terrible estar en la cárcel”. Con una sonrisa irónica, Jay sacude la cabeza. “Pensé que había ingresado un tipo bien duro, pero allí adentro, era una historia totalmente diferente. Hay que seguir todas las reglas”. Jay tenía que unirse a una pandilla dentro de la prisión. Para su protección, se unió a los mexicanos (su esposa es mexicana). Pero no era la clase de vida que quería.
“Comencé a leer la Biblia, pero no era constante. Solo sentía necesidad de Jesús cuando estaba en problemas”. Jay entró y salió de la cárcel varias veces, porque no respetaba las condiciones de su libertad condicional, dado que seguía consumiento drogas. En 2005, antes de su último juicio, oró: “Dios, si permites que salga libre, te prometo que voy a cambiar”. Ganó su caso, pero no cambió.
Aún luchaba con las drogas, la violencia hacia su esposa Lisa, y su matrimonio estaba casi deshecho. Se sentía cansado de la vida, y estaba listo para dejar a la mujer que lo había acompañado en sus días más oscuros.
“Estoy cansado de todo —pensó—. Necesito cambios en mi matrimonio, y también en mi vida”.
Del otro lado del mundo, en Sídney (Australia), Ray, el hermano de Jay, estaba siendo animado por la iglesia Xcell, a la que se había unido hace poco, para orar por su familia y amigos. Jay y Lisa estaban en el último puesto de los diez que tenía Ray en su lista. Después de todo, estaban tan lejos y tan alejados de Dios, en un mundo de odio, pandillas y drogas. Pero Dios dio vuelta su lista. En el Reino de Dios, los últimos serán primeros.
Jay fue a Australia para el cumpleaños de su abuela. Su hermano lo invitó al grupo de hombres de la iglesia Xcell. Primero pensó que era una tontería. Pero las cosas fueron cambiando poco a poco. Se mudó de regreso a Australia junto con Lisa. Asistieron a una “Conferencia de Conquista”, y fueron bautizados. Sus vidas fueron transformadas.
Qué linda historia, ¿no es así? Pero ese no es el fin de la travesía de Jay.
Después de trece años, Lisa quedó embarazada. Jay le dijo a todos que era un testimonio de la gloria de Dios. Entonces perdieron el bebé. Fueron días muy oscuros. Los médicos les dijeron que no podían tener otro bebé. En esa época casi se apartaron de Dios pero de alguna forma siguieron adelante y, en la misma época del año siguiente, Lisa quedó embarazada nuevamente. Esta vez, dio a luz a una niña sana. Jay contó a los médicos y a todo el que quisiera escucharlo del milagro divino. “Por ello creo que el ser humano puede llegar tan solo hasta cierto punto, pero el poder de Dios puede ir más allá”.
Jay quiere que su hija conozca a Dios. “Cada mañana elevo esta oración: ‘Señor, ayuda por favor a mi hija a que no sea como yo, sino que te ame’. Aun lucho para enseñarle los caminos del Señor y cómo es la vida, porque cuando yo era joven nadie me enseñó nada. Alabo a Dios por lo que tenía planificado para nuestra vida, porque antes no estábamos listos para tener hijos, pero ahora creo que sí lo estamos”.
Jay necesita un nuevo compromiso diario con Dios y ser lleno cada día del Espíritu Santo. Aún lucha con su temperamento, y fue suspendido por un corto tiempo del liderazgo de la iglesia mientras luchaba con ese problema. Pero no está amargado. “Estoy siendo pulido —dice Jay con una sonrisa—. Para que así pueda dar buenos frutos. Porque si damos frutos podridos, nadie se va a interesar en ellos”. Esta vez ríe con ganas y a viva voz. “Los líderes vieron que mis frutos no estaban creciendo y que las raíces no eran sólidas. Por eso, los hermanos me pidieron que dejara el puesto por un tiempo, comenzara a crecer otra vez y le pidiera al Señor que podara mis asperezas. No podemos dar frutos podridos para que el mundo los vea. El mundo ya está consumiendo frutos podridos”.
Al mirar hacia atrás, Jay puede ver la mano de Dios en su vida. Debería haber muerto en muchas ocasiones. En una ocasión le dispararon, en otra sufrió una úlcera sangrante de estómago por una sobredosis y durante un robo se electrocutó, pero a pesar de todo, nunca perdió la vida. Ahora se entusiasma por compartir su nueva vida con la gente, y hasta va a las cárceles de menores donde una vez estuvo encerrado para compartir su testimonio con los presos.
“Tenemos que despertar con el Señor e irnos a dormir con el Señor —dice—. A veces quiero darme por vencido. Quiero irme y regresar al mundo, pero mi corazón jamás puede hacer eso. Aunque caiga, siempre regresaré. Jamás renunciaré al Señor, después de lo que él ha hecho en mi vida. Me ha dado un nuevo nombre”.
En samoano, el apellido de Jay, Fa’alogo, significa escuchar u obedecer. El que tiene oídos, oiga.
Publicado originalmente por RECORD.
Jarrod Stackelroth es editor asociado de RECORD.